RELATO
DESCAFEINADO,
SIN LECHE Y CON SACARINA
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-¿Quieres
un café?
-Sí.
-Ven.
Bajaremos al salón donde están todos mis colegas.
-¡Cómo!
Manuel, yo no conozco a nadie y me muero de vergüenza.
-No
te preocupes, mujer; está todo controlado.
Ahí,
delante de todos sus colegas, en un salón donde mis ojos no daban más de sí que
el palmo de mis narices, me vi de la mano de un Manuel que no paraba de
presentarme a gente. Tomó mi bolso sin preguntar, acercándose a la mesa donde
había varias personas; lo depositó en una silla y le comentó a un amigo algo al
oído.
Yo
seguía paralizada, como si un delicioso veneno se hubiera apoderado de mis
sentidos. Un veneno que aceleraba mi adrenalina y del que no quería que existiera
antídoto.
-¿Vas
a dejar mi bolso ahí? ¿No se lo llevará nadie?
-No
te preocupes. Ven, vamos a tomar un café. ¿Cómo lo quieres?
-Descafeinado
y sin leche.
Colocó
la taza sobre la mesa. Su mano era igual de templada que su mirada. Mis nervios
me hacían pasar otra mala jugada; no podía dejar la cucharilla quieta sin parar
de dar vueltas al dichoso café.
-Lucía,
sigues muy nerviosa.
-Sí,
creo que tengo el estómago dando la vuelta.
Tomó
la taza temblorosa de mis manos y la dejó en la mesa.
-Ven;
vamos fuera. Voy a enseñarte la sala donde hemos tenido la reunión.
Sentí
un gran alivio al salir de aquel salón. Me dirigió, con su mano en mi cintura,
hacia un pasillo con vistas a un jardín.
-Mira;
ahí es donde nos han dado el cóctel.
-¡Qué
bonito!
Yo
parecía un robot respondiendo a los estímulos programados por un chip. Mis
nervios me traicionaban, otra vez.
-Y
esta es la sala de reuniones. ¡Vaya!; parece que la han cerrado con llave.
-Sí,
eso parece.
Yo
seguía siendo como Robocop.
De
repente, me cogió de la mano con una seguridad y frescura de la que solo un
auténtico hombre sabe hacer gala; giró su mirada a uno y otro lado del pasillo,
mientras yo seguía sin poder articular palabra... Y cuando quise darme cuenta,
estábamos dentro de un lujoso baño con paredes de mármol. ¡Oh, Dios mío!
¡A
la mierda la robótica!
Sentí
el frío del mármol en mi espalda y la mano de Manuel que se deslizaba por mi
cintura, saludaba mis nalgas y acudieron a la llamada de mi pubis.
Sí,
los nervios se despidieron y yo no respondí a su adiós, entretenida en besar su
cuello, su boca y el fruto prohibido. Levantó mi cuerpo y el mármol volvió a
chocar contra mi espalda. Sentí un desgarro...
-¡Manuel!
-¡Calla,
Lucía, calla!
Sus
dedos jugaban en mis profundidades; mis manos maniobraban con destreza su
añorada entrepierna. Giró mi cuerpo frente el espejo. Noté como introducía su
miembro dentro de mí, hasta arrancarme de mis entrañas el más salvaje de los
gemidos.
Mi
voz se quebró de placer. Su calidad esencia resbalaba suavemente por mis
nalgas. Volvió a girar mi cuerpo de nuevo, esta vez hacia el verdor de su
mirada. Confundidos en un abrazo, lloré.
-¿Estas
bien, Lucía?
-Sí,
estoy muy bien, como nunca había estado.
-Creo
que tenemos que salir del baño; han llamado varias veces a la puerta.
-¡Qué
dices!
Cogí
rápidamente mi blusa, mi falda... ¡Mi falda!
-¡Manuel,
Manuel!
-¿Qué
pasa? –me contestó mientras se abrochaba la camisa.
-¡Mi
falda está descosida!
-¿Cómo
que está descosida?
-¡El
desgarro, Manuel! ¡Fue la falda!
-¡Ostras,
Lucía!
-Y
ahora, ¿qué vas a hacer?
Me
coloqué la falda de tal manera que el cinturón colgase hacia delante y tapara
la raja que llegaba más allá de la altura de mis muslos. Volvieron a llamar a
la puerta del baño.
-¡Manuel!
-¿Qué
pasa ahora?
-Mis
tangas. ¡No las encuentro!
-Ni
las vas a encontrar.
-¿Cómo?
-Tus
tangas son mías ahora.
-¿Y
qué me pongo yo?
-Nada.
-Si
tú te llevas mis tangas, yo me llevo tus bóxeres. Así estamos en igualdad de
condiciones.
-
No lo tengas tan seguro – me respondió con una sonrisa enigmática.
-
Vamos, date prisa, han vuelto a llamar a la puerta.
-¡Voy,
voy! Tendré que arreglarme un poco los pelos, ¿no?
-Estas
muy bien. ¡Vamos! Voy a abrir la puerta. ¿Estás preparada?
No
me dio tiempo a responder a su pregunta. Me vi frente a una mujer con un carro
de limpieza, de gesto enfadado y varios hombres leyendo mi cuerpo como si fuera
un código de barras.
Me sentí morir.
Manuel
me cogió de la mano, como si tal cosa, hasta llegar al ascensor. ¡Oh, Dios mío,
llevaba el rímel corrido! Todos se habían dado cuenta que habíamos echado un
polvo en el baño. ¿Me abrían oído gemir? ¡Seguro que sí!
Cuando
entramos en el salón, Manuel dijo que lo esperara unos segundos; iba a por mí
bolso.
-Perdona
por hacerte esperar, pero tenía que despedirme de algunos colegas. Deja que te
ayude a ponerte el chaquetón, afuera hace frío.
-Gracias.
En
la puerta del hotel nos volvimos a mirar y nos besamos. Me marché caminando
hacia la estación de Atocha, con mis botas de tacón y el bolso ocultando el descosido
de la falda.
Decidí
volver en metro, y abstraerme entre las miradas anónimas de los transeúntes,
mientras recordaba todo lo sucedido. Aunque me delatase la sonrisa de oreja a
oreja.
Cuando
llegase a casa tendría que contarle todo a Clara. Y todo significaba con pelos
y señales.
¡Guau!.
Ya sabes que pienso que es bueno... ¡Y esta parte pone muy nervios@!, ja. ja, ja
ResponderEliminarMe alegra mucho Rosa, y más si son nervios Buenos!
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