Yo, soy viento
relatos
Primavera marchita, un disparo en el alma
Tarde
o temprano tenía que volver al mar. Esta vez no toqué al timbre, como de costumbre.
Metí la llave en la cerradura. La casa
olía a silencio, un silencio que taladraba todos mis sentidos.
Dejé
la maleta en el pasillo. Camine hacia la
habitación, donde solía dormir con mi
madre. Me senté frente a su cama. Quería hablar con ella, decirle que ya estaba
de nuevo a su lado; quería besarla, sentir su abrazo; quería contarle que tenía
razón, cuando me decía que yo no era feliz en mi matrimonio, pedirle perdón por
tantas veces en las que discutíamos…
—Lucía, deberías dejar de fumar.
—Ya lo sé, mamá, no empieces de nuevo.
—Tú es que no te oyes por la noche, hija; toses demasiado y
roncas como un viejo.
—¡Mamá!, ¡ya está bien! Sé que ronco, toso y doy muchas
vueltas en la cama y que me cuesta conciliar el sueño.
—Si no puedes dormir, toma una de mis pastillas para los
nervios
—No voy a tomar ninguna de tus pastillas mamá, ya te lo he
dicho mil veces. Te pones muy pesada.
—¡Contigo, hija, no hay quien hable; tienes el mismo genio
de tu padre!
—Mamá, ¿por qué siempre me repites lo mismo?
—Porque tú has sido
una loca toda tu vida; que no has hecho caso a nadie. Cuando cocinas lo haces
deprisa, y así te pasa que arrebatas los guisos y no saben a nada. ¡Mira qué
pelos llevas a la cara!, ¡como una zarrapastrosa!
—¡Basta ya, mamá! Empiezas con una cosa y sacas cincuenta
chismes a relucir. Yo visto como me gusta y mi pelo está limpio. ¡Y si se me
quema la comida tal vez sea porque estoy a varias cosas a la vez! ¡Estoy harta
de que me critiques todo lo que hago! la que está aquí solucionando vuestros
problemas soy yo, ¡la loca de Lucía! Sí,
mamá, la loca que discute con tu doctora porque no te hace bien las recetas, la
que te pone la casa patas arriba para dejártela limpia, la imbécil que se traga
tus continuas críticas cada vez que
vengo a veros.
—Hija, si tanto te molesta venir quédate en tu casa.
—¡No me molesta venir mamá!... Me molesta tu actitud.
—Y a mí me molesta todos los disgustos que me has dado tu.
—¿Hasta cuándo vas a seguir anclada al pasado, mamá?, ¿no te
has preguntado que quizás tú tampoco has sido la madre perfecta?
—¿Me estas llamando mala madre?
—¡No, joder, no te estoy llamando mala madre!
...pero me limité a abrazar su almohada y sentir el aroma de
su ausencia. En mi mente resonaba el recuerdo de uno de sus boleros preferidos:
Reloj, no marques las horas. Recordé
cuando me hablaba de su juventud, sus historias cuando salió del pueblo para ir
a trabajar a Madrid, de la fotografía
dedicada a mi padre, con su abrigo negro entallado a la cintura, su melena
ondulada y sus zapatos de tacón de aguja en la plaza Mayor de Madrid.
—¡Quieres dejar a la chica en paz!
—¡Tú métete en tus cosas; lo único que sabes hacer es estar
todo el día tumbado!
—¡Mamá, por favor, para ya… para!
—¡Pues que se calle tu padre!, ¡nunca me habla cuando estoy
sola y ahora tiene que soltar la coletilla! Más vale que me hubiera querido más… ha sido incapaz de
decirme nunca un te quiero.
—¡Mamá, basta, te lo ruego!
—¡Te habré dado yo muy mala vida!, ¿verdad?
—Yo no digo que me hayas dado mala vida, pero nunca has sido
un hombre cariñoso.
—¡Te parecerá poco, he trabajado toda la vida como un cabrón,
de sol a sol para que no os faltase de
nada a ti y a nuestra hija.
—¿Y eso qué tiene que ver para decirme un te quiero?, ¡hay
que sacarte las palabras con cucharon!
—¡Ya hablas tú por mí!
—¡Basta ya, mamá! ¡Y tú, papa, levántate de la cama que
es hora de cenar!
—¡Sí, que se levante!
Lo único que sabe hacer es estar todo el santo día tumbado en su cama.
—¿Para qué me voy a levantar?, ¿para sentarme en el sofá
mientras tú ves a los tontos esos de la televisión?
—¡Queréis callaros de una vez y dejar de discutir!
—Mamá, por favor…
—Pues, ya me callo y así no molesto a nadie.
—¡Eso es lo que tienes hacer!, ¡callarte!
—¡Y tú, lo que tienes que hacer es mover los huevos de la
cama!
—¡A ver, o ponéis fin a esta discusión, o al final la que se
va a cabrear soy yo!
—Pues, si te cabreas, dos trabajos tienes... y tres, si no
comes.
Si
alguien había en este mundo que me hiciera perder los papeles, esa era mi
madre. Nunca aceptaría que yo me hubiera marchado de casa a la mayoría de edad,
que hubiera tenido un hijo de soltera a los 19 años, que me negara en rotundo a
casarme y a bautizar a mi hijo, que prefiriera marcharme de casa con mi niño envuelto en una manta antes de someterme
a sus dictatoriales órdenes. Nunca aceptaría que yo no fuera como ella, una
mujer infeliz.
Una
vez más me sentía aplastada como una mierda.
—¿Dónde vas a estas horas, Lucía?
—Me voy a dar un paseo y fumarme un puto cigarro.
—¡Llévate las llaves!, yo no puedo levantarme a abrirte la
puerta y tu padre no se entera cuando llaman!
—Sí, mamá, sí…
....
—¿Lucía, eres tú?
—Sí, mamá. ¿Aún estás despierta?
—No puedo dormir, hija. Anda, tráeme un vaso de agua y la
pastilla de los nervios.
—Toma la pastilla, mamá, y deja de rascarte la pierna que te
vas a hacer una herida
—Lucía… dame con un poco de crema en el cuerpo; estos
picores me están matando.
—Tienes que beber más agua, mamá, para hidratar la piel,
sudas demasiado.
—Cuánto trabajo te doy, hija…
—No digas tonterías, mamá. Cuando vengo a veros puedo dormir
mejor y desconecto de las tensiones de Madrid.
—Hija, yo sé que a ti te pasa algo; tú no eres feliz.
—No te preocupes, mamá, es solo tensión de trabajo y los
hijos ya sabes…
—Eso es lo que tienes tú, Lucía, un montón de
responsabilidades. ¡Si me hubieras hecho caso!
—No empieces, mamá. Venga, vamos a dormir.
Reconozco
que en aquella época no fue nada fácil para la mentalidad de mis padres
que yo tuviera un hijo de soltera, que
no me casara y lo peor de todo que no lo
bautizara. Pero para mí tampoco fue fácil enfrentarme a un mundo en el que
desentonaba por mi forma de ser y pensar, un mundo del que un ginecólogo
me echa de la consulta por ir a pedirle
la pastilla anticonceptiva, en el que mi novio se niega a utilizar
preservativos y cuando le digo que estoy embarazada me aconseja que aborte.
Un
mundo en el que yo iba a tener que pagar cara mi rebeldía.
Ahora
tan solo puedo abrazar su almohada, ahora que le podría decir que tenía razón,
que no era feliz en mi matrimonio, que
por fin estaba moviendo los papeles para
mi divorcio.
Pero ya
es tarde.
Sí,
tarde para contarle que, cansada de tanta indiferencia, de tantas lágrimas en
soledad, había mirado a la otra orilla y había descubierto que yo valía más de
lo que mi marido nunca me decía; que por primera vez había sido una puta infiel,
como él me dijo cuándo le conté que había estado con otro hombre, dos horas, un
único día.
Y
estuvimos separados dos meses en los cuales él descubrió que me amaba con
locura, que yo era su vida que no podía vivir sin mí.
Pero
aquella infidelidad, por llamarlo de alguna manera, él nunca la superaría, ni
yo tampoco. Ahora sabía que no era yo la que fallaba como mujer ni como madre.
Y aunque decidí darle una oportunidad, lo único que hice es volver a chocar con
lo mismo de siempre. Y si alguna duda se
me había quedado, él se encargó de disiparla aquella primavera marchita, cuando
le dije que esta vez me divorciaba, sin marcha atrás.
Con
toda la rabia de su boca me llamó puta, una y otra vez, a los oídos de mi padre
aún convaleciente de la muerte de mi madre, a los oídos de los vecinos.
Gritó
alto y claro
— ¡Que todos sepan que eres una puta, que me ha puesto los
cuernos, que tu padre oiga la hija que tiene!
__¡Por dios cállate! Mi padre no tiene la necesidad de
escuchar como me insultas ¡No ves que él está sufriendo ya demasiado!
__¡No, No me callo, estoy en mi casa y digo lo que me sale
de los cojones!
__¡Márchate, déjanos en paz a mi padre y a mí!
__¡Sí, me marcharé! Ya has conseguido lo que querías, has
sido muy inteligente, ahora te quedas con el coche que te compre, con la casa
grande, el depósito de gasoil para calentarte cuando llegue el invierno. Sí,
has sido muy astuta.
__¿ Cómo te atreves a decirme que tú me has comprado el
coche? Yo tengo mi sueldo como tú y todo lo hemos compartido, esta casa la
hemos construido y pagado los dos así como todo lo que hay en ella.
Pero antes de
atravesar la puerta de la calle y marcharse con su ira…me miro como un animal
salvaje al que le han herido y disparo
de nuevo su envenenada lengua.
__¡Eres una puta! Me has arruinado la vida a mí y nuestros hijos
___No, no soy una puta, ni tampoco he arruinado tu vida y
mucho menos la de nuestros hijos, nuestros hijos saben toda la verdad. Márchate
por favor.
__Sí, me marcho
Al cerrar la puerta…subí a mi habitación y llore en silencio
para que mi padre no me escuchara, llore como lo hacen muchas putas mujeres. Esas putas mujeres que se entregan en cuerpo y
alma al cuidado de sus hijos, que trabajan dentro y fuera de casa, esas mujeres
que reclaman ser abrazadas, queridas, amadas, escuchadas. Sí, yo era una de
esas putas mujeres.
__¡Lucia! ¿Dónde estás hija? ¡Lucia!
Baje las escaleras como alma que lleva el diablo y abrí la
puerta de la habitación de mi padre, la puerta que había cerrado inútilmente
para que no escuchara la discusión que había tenido con mi marido.
__¿Que pasa papá? Le pregunte mientras sentada en su cama
intentaba contener mis lágrimas.
__Hija, quiero irme en el autobús
__¿Qué estás diciendo papá, de que autobús hablas?
__Quiero irme a mi casa, Lucia, no quiero estorbar a nadie, quiero irme al
mar con tu madre, hija, llévame a mi casa.
__Papá, no te voy a llevar a ningún sitio, aquí estas bien,
conmigo y no estorbas a nadie
__Hija mía…Tú no eres una puta ni tampoco mala madre, me
dijo mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, Unas lágrimas…que me
rompieron en pedazos. El animal herido
había cumplido su cometido. Había sabido clavar sus garras en la zona más
débil, hacer daño a mi padre para que mi dolor fuera mucho más intenso y
amargo.
Y
fue en ese momento, cuando me di cuenta que había querido tanto a mi marido que
me olvide de quererme a mí misma.
El verano paso, en silencio, sin voces ni insultos. Durante
el tiempo que pude tener a mi padre a mi lado fui la hija más feliz del mundo,
para él era perfecta, todo lo que cocinaba le parecía rico, nunca se quejó de
nada, pero su memoria se fue marchitando, no podía dejarle solo en casa,
tampoco podía pagar a una mujer que
cuidara de el en las horas que yo estaba trabajando. La única solución
fue llevarle a una residencia de ancianos, allí, estaría más controlado pero no
mejor cuidado. Y las tardes de otoño se hicieron silenciosas, largas, tan solo me regalaba la
luz de unos cielos en los que me pasaba las horas muertas mirando, como cuando
era niña.
Emilia Díaz Banda
Fotografía Pilar Escamilla Fresco