Relatos
yo, soy viento
Ella
Con
las primeras luces del otoño fui despertando de mi letargo. Tenía
una exposición de paisajes a primeros de octubre en el Museo de arte
Contemporáneo de Madrid. Una exposición que me traería muchas
sorpresas. Una de ellas sería conocer a Manuel, un sevillano de ojos
verdes, unos verdes que despertarían a la mujer que dormitaba en mi
interior.
Cuatro
meses después de mi divorcio, comencé a dedicar parte de mi tiempo
libre a vivir una juventud que no había saboreado en su momento.
¡Oh!, ¡qué manera de reír, bailar, disfrutar y conocer nuevos
retos y sensaciones!
Todos
los complejos habían desaparecido. Ahora era yo, mis carcajadas, mis
bailes en el salón de casa y la compañía de una copa de vino y mi
cigarrillo.
Era
maravillosamente libre. Por primera vez me sentía mujer... ¡y
vivía!
¿Qué
importancia tenía pasar un puerto con hielo, niebla, lluvia o nieve
para ir a trabajar si era feliz? Incluso el primer tortazo a las
siete de la mañana, con mis tacones, vaqueros de pitillo y mi culo
chocando contra el suelo helado, ni siquiera eso importó. A esas
horas no había nadie para reírse de una loca divorciada,
despanzurrada como una rana patas arriba en el suelo.
Mi
querida amiga, Clara, tardó poco en seguir mis pasos. A los pocos
meses de divorciarme, ella se apuntó al carro. Hablábamos por
teléfono como cuatro veces al día o más. Cuando teníamos
novedades, nos escribíamos por el chat.
—¿Qué
haces, Lucía?, ¿te llamo?
Mi
respuesta era automática.
—¡Llama,
sí, sí, sí!
Había
veces en que las conversaciones sobre los dichosos hombres eran tan
subidas de tono que nos revolcábamos de la risa, hasta dolernos el
estómago, sin entender lo que decíamos. Era empezar a hablar de
pollas y bien nos sobraban milímetros o nos faltaban centímetros
que se acomodasen a nuestras exigencias cerebrales. Sin darnos cuenta
habíamos cortado nuestro propio patrón acerca de los hombres, en el
que no entraban los que calzaban zapatos de rejilla con calcetines de
tenis, los que cuando abrían la boca para escucharse a sí mismos
nos bajaban la lívido a límites insospechados, aquellos que se
derramaban frascos enteros de colonia sobre sus cuerpos y nos
levantaban un dolor de cabeza que solo lográbamos extirpar cuando
nos metíamos media hora bajo la ducha; solo así recuperábamos
nuestra propia esencia.
No
nos olvidamos de los melancólicos y empalagosos, por no hablar de
los guaperas que nos sometían a sus largas charlas sobre lo sano que
es el culto al cuerpo. Estos últimos hacían que nuestras neuronas
terminasen agotadas de tantas abdominales.
Una
noche de viernes quedé con Clara para salir. Yo, mi pantalón
vaquero y, por supuesto, los tacones rumbo a la «Marcha madrileña».
Salir de aquel silencio semanal de trabajo y soledad me hacía bien.
Quedamos
a la salida de su trabajo; nos abrazamos como locas y, con la sonrisa
en el alma, decididas por primera vez a disfrutar del aire enrarecido
de la noche. ¡Vaya par de «pardillas-cincuentonas-divorciadas»!
—¿Dónde
vamos, Lucía?
—Pues,
no sé. Tú conoces Madrid y esta zona. Yo vengo del más allá. ¿No
has mirado nada por internet?, ¿algún local de moda o discoteca
para bailar?
—¿Yo?
¡Sí, tú!
Y,
de repente, volvíamos a reír.
Ella
es muy de cabeza, como le digo yo. Todo lo analiza y tiene que
resolverlo en el momento. Sacó su móvil del bolso y buscó un sitio
que anunciaban por Internet, apropiado para dos mujeres de nuestra
edad.
O
al menos eso parecía.
Y
así nos vimos en plena noche buscando el dichoso local. No sé las
veces que recorrimos la calle; incluso Clara sacó el móvil con el
GPS. Pero aquella discoteca o pub no aparecía por ningún sitio.
Entre tanto, los chicos de relaciones públicas nos miraban como a
dos pavas calle arriba, calle abajo, ofreciéndonos propaganda de sus
locales. Al final, encontramos el dichoso número.
Lo
mejor que nos pudo pasar es que nadie vio la cara de idiotas que se
nos quedó al ver que era una ferretería del año la polca. Si al
menos hubiera estado abierta habríamos pasado a comprar los
tornillos que nos faltaban.
Apoyadas
en la pared frente a la ferretería, no podíamos parar de reír.
Pero no nos rendimos. Decidimos aceptar la invitación de uno de los
relaciones públicas y nos vimos en un local lleno de jóvenes, de
quienes parecíamos sus madres. Pedimos unos gin-tonic,
movimos un poco nuestras anquilosadas caderas y, ¡ala!, ¡con el
recado para casa!
—Clara,
creo que la próxima vez que salgamos tenemos que hacer una lista.
—¿Una
lista?, ¡ja, ja, ja! No te preocupes que ya me encargo yo de
investigar sitios donde no haya ferreterías.
—Esto
no se lo contamos a nadie, Clara; me moriría de la vergüenza.
—¿Y
lo que nos hemos reído?, ¿qué?
Emilia Díaz Banda