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viernes, 24 de marzo de 2017

Relatos
yo, soy viento

Ella

Con las primeras luces del otoño fui despertando de mi letargo. Tenía una exposición de paisajes a primeros de octubre en el Museo de arte Contemporáneo de Madrid. Una exposición que me traería muchas sorpresas. Una de ellas sería conocer a Manuel, un sevillano de ojos verdes, unos verdes que despertarían a la mujer que dormitaba en mi interior.
Cuatro meses después de mi divorcio, comencé a dedicar parte de mi tiempo libre a vivir una juventud que no había saboreado en su momento. ¡Oh!, ¡qué manera de reír, bailar, disfrutar y conocer nuevos retos y sensaciones!
Todos los complejos habían desaparecido. Ahora era yo, mis carcajadas, mis bailes en el salón de casa y la compañía de una copa de vino y mi cigarrillo.
Era maravillosamente libre. Por primera vez me sentía mujer... ¡y vivía!
¿Qué importancia tenía pasar un puerto con hielo, niebla, lluvia o nieve para ir a trabajar si era feliz? Incluso el primer tortazo a las siete de la mañana, con mis tacones, vaqueros de pitillo y mi culo chocando contra el suelo helado, ni siquiera eso importó. A esas horas no había nadie para reírse de una loca divorciada, despanzurrada como una rana patas arriba en el suelo.
Mi querida amiga, Clara, tardó poco en seguir mis pasos. A los pocos meses de divorciarme, ella se apuntó al carro. Hablábamos por teléfono como cuatro veces al día o más. Cuando teníamos novedades, nos escribíamos por el chat.
¿Qué haces, Lucía?, ¿te llamo?
Mi respuesta era automática.
¡Llama, sí, sí, sí!
Había veces en que las conversaciones sobre los dichosos hombres eran tan subidas de tono que nos revolcábamos de la risa, hasta dolernos el estómago, sin entender lo que decíamos. Era empezar a hablar de pollas y bien nos sobraban milímetros o nos faltaban centímetros que se acomodasen a nuestras exigencias cerebrales. Sin darnos cuenta habíamos cortado nuestro propio patrón acerca de los hombres, en el que no entraban los que calzaban zapatos de rejilla con calcetines de tenis, los que cuando abrían la boca para escucharse a sí mismos nos bajaban la lívido a límites insospechados, aquellos que se derramaban frascos enteros de colonia sobre sus cuerpos y nos levantaban un dolor de cabeza que solo lográbamos extirpar cuando nos metíamos media hora bajo la ducha; solo así recuperábamos nuestra propia esencia.
No nos olvidamos de los melancólicos y empalagosos, por no hablar de los guaperas que nos sometían a sus largas charlas sobre lo sano que es el culto al cuerpo. Estos últimos hacían que nuestras neuronas terminasen agotadas de tantas abdominales.
Una noche de viernes quedé con Clara para salir. Yo, mi pantalón vaquero y, por supuesto, los tacones rumbo a la «Marcha madrileña». Salir de aquel silencio semanal de trabajo y soledad me hacía bien.
Quedamos a la salida de su trabajo; nos abrazamos como locas y, con la sonrisa en el alma, decididas por primera vez a disfrutar del aire enrarecido de la noche. ¡Vaya par de «pardillas-cincuentonas-divorciadas»!
¿Dónde vamos, Lucía?
Pues, no sé. Tú conoces Madrid y esta zona. Yo vengo del más allá. ¿No has mirado nada por internet?, ¿algún local de moda o discoteca para bailar?
¿Yo? ¡Sí, tú!
Y, de repente, volvíamos a reír.
Ella es muy de cabeza, como le digo yo. Todo lo analiza y tiene que resolverlo en el momento. Sacó su móvil del bolso y buscó un sitio que anunciaban por Internet, apropiado para dos mujeres de nuestra edad.
O al menos eso parecía.
Y así nos vimos en plena noche buscando el dichoso local. No sé las veces que recorrimos la calle; incluso Clara sacó el móvil con el GPS. Pero aquella discoteca o pub no aparecía por ningún sitio. Entre tanto, los chicos de relaciones públicas nos miraban como a dos pavas calle arriba, calle abajo, ofreciéndonos propaganda de sus locales. Al final, encontramos el dichoso número.
Lo mejor que nos pudo pasar es que nadie vio la cara de idiotas que se nos quedó al ver que era una ferretería del año la polca. Si al menos hubiera estado abierta habríamos pasado a comprar los tornillos que nos faltaban.
Apoyadas en la pared frente a la ferretería, no podíamos parar de reír. Pero no nos rendimos. Decidimos aceptar la invitación de uno de los relaciones públicas y nos vimos en un local lleno de jóvenes, de quienes parecíamos sus madres. Pedimos unos gin-tonic, movimos un poco nuestras anquilosadas caderas y, ¡ala!, ¡con el recado para casa!
Clara, creo que la próxima vez que salgamos tenemos que hacer una lista.
¿Una lista?, ¡ja, ja, ja! No te preocupes que ya me encargo yo de investigar sitios donde no haya ferreterías.
Esto no se lo contamos a nadie, Clara; me moriría de la vergüenza.
¿Y lo que nos hemos reído?, ¿qué?



Emilia Díaz Banda

miércoles, 22 de marzo de 2017


Relatos
Una granja con pollos.
Hacía tiempo que Clara y yo no quedábamos para vernos,  tanto mi pianista como su nuevo amor  nos tenían bastante entretenidas  y nos veíamos poco. A si que decidimos quedar para comer juntas y ponernos al día en asuntos de mujeres.
-¿ Tú que vas a pedir? ... ¿Lucía?...
¡Lucía! 
-¡Espera un segundo,  Clara! Me está escribiendo Camilo... ¡Mierdas!  Dice que no puede bajar mañana  a verme;  le ha salido un concierto.
-Oh, qué pena. No podrá tocar tus tetas... digo tus teclas.
-Qué graciosilla. 
-No te enfades, boba. Venga, vamos a ver el menú.
-Me apetece una ensalada campera. 
-Pues  yo... ¡Tomaré un arroz con verduras!
  El mensaje de Camilo me había  puesto  de muy mal humor.
-Señoras, ¿ han elegido ya lo que van a comer? 
-Sí,  un puré de verduras y un caldito. 
-Perdón,  señora, eso no lo tenemos en el menú. 
-¡Oh, lo siento! -le conteste al camarero mientras me llevaba las manos a la boca- ¡Se me olvido que  hoy tengo puesta la dentadura! 
-Creo que  tomaremos ensalada campera y arroz con verduras -contesto Clara, lanzándome una mirada fulminante. 
-perfecto. Y de beber, ¿ qué les pongo? 
-Un vaso de leche; a nuestra edad necesitamos  mucho calcio. 
   La cara del camarero era todo un poema.
-No le haga caso a mi amiga; hoy no se ha tomado la medicación -le contestó Clara,  mientras yo soltaba  humo.
-Nos trae una cerveza y un rosado, por favor.
-¿ Se puede saber por qué le has dicho eso al camarero?
-Tú has oído cómo nos  ha llamado? 
-¿Cómo,  Lucía,  cómo nos ha llamado? 
-Nos ha llamado señoras;  solo le ha faltado sacarnos unos billetes de viaje para la Inserso.
-¡Ja; ja, ja! ¡Mira que eres idiota, Lucía! 
-Y que sepas que he sido muy comedida. Hubo un momento en el que me dieron ganas de decirle...¿Y usted qué tal va de la próstata? 
-Lucía,  no empieces  que aún  no nos han traído  el alcohol. Anda cuéntame que tal vas con tu "procurador- pianista"
-De lujo;  menos cuando tiene conciertos...y tú , ¿qué  tal con tu o-si-to?
-Me tiene encantada es tan... blandito. Mañana  me va a presentar en sociedad.
-¿Cómo?
-Sí;  voy a conocer  a sus amigos.
-¡Clara! ¿Eso significa  que tendré que comprarme un traje de madrina?
-¡No! ¡ Yo no quiero una granja con pollos!
-¡Qué  alivio!  Las bodas no me gustan, ¡ ja, ja, ja!
Emi y sus colores.


martes, 14 de marzo de 2017



RELATO 

DESCAFEINADO, SIN LECHE Y CON SACARINA
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-¿Quieres un café?
-Sí.
-Ven. Bajaremos al salón donde están todos mis colegas.
-¡Cómo! Manuel, yo no conozco a nadie y me muero de vergüenza.
-No te preocupes, mujer; está todo controlado.
Ahí, delante de todos sus colegas, en un salón donde mis ojos no daban más de sí que el palmo de mis narices, me vi de la mano de un Manuel que no paraba de presentarme a gente. Tomó mi bolso sin preguntar, acercándose a la mesa donde había varias personas; lo depositó en una silla y le comentó a un amigo algo al oído.
Yo seguía paralizada, como si un delicioso veneno se hubiera apoderado de mis sentidos. Un veneno que aceleraba mi adrenalina y del que no quería que existiera antídoto.
-¿Vas a dejar mi bolso ahí? ¿No se lo llevará nadie?
-No te preocupes. Ven, vamos a tomar un café. ¿Cómo lo quieres?
-Descafeinado y sin leche.
Colocó la taza sobre la mesa. Su mano era igual de templada que su mirada. Mis nervios me hacían pasar otra mala jugada; no podía dejar la cucharilla quieta sin parar de dar vueltas al dichoso café.
-Lucía, sigues muy nerviosa.
-Sí, creo que tengo el estómago dando la vuelta.
Tomó la taza temblorosa de mis manos y la dejó en la mesa.
-Ven; vamos fuera. Voy a enseñarte la sala donde hemos tenido la reunión.
Sentí un gran alivio al salir de aquel salón. Me dirigió, con su mano en mi cintura, hacia un pasillo con vistas a un jardín.
-Mira; ahí es donde nos han dado el cóctel.
-¡Qué bonito!
Yo parecía un robot respondiendo a los estímulos programados por un chip. Mis nervios me traicionaban, otra vez.
-Y esta es la sala de reuniones. ¡Vaya!; parece que la han cerrado con llave.
-Sí, eso parece.
Yo seguía siendo como Robocop.
De repente, me cogió de la mano con una seguridad y frescura de la que solo un auténtico hombre sabe hacer gala; giró su mirada a uno y otro lado del pasillo, mientras yo seguía sin poder articular palabra... Y cuando quise darme cuenta, estábamos dentro de un lujoso baño con paredes de mármol. ¡Oh, Dios mío!
¡A la mierda la robótica!
Sentí el frío del mármol en mi espalda y la mano de Manuel que se deslizaba por mi cintura, saludaba mis nalgas y acudieron a la llamada de mi pubis.
Sí, los nervios se despidieron y yo no respondí a su adiós, entretenida en besar su cuello, su boca y el fruto prohibido. Levantó mi cuerpo y el mármol volvió a chocar contra mi espalda. Sentí un desgarro...
-¡Manuel!
-¡Calla, Lucía, calla!
Sus dedos jugaban en mis profundidades; mis manos maniobraban con destreza su añorada entrepierna. Giró mi cuerpo frente el espejo. Noté como introducía su miembro dentro de mí, hasta arrancarme de mis entrañas el más salvaje de los gemidos.
Mi voz se quebró de placer. Su calidad esencia resbalaba suavemente por mis nalgas. Volvió a girar mi cuerpo de nuevo, esta vez hacia el verdor de su mirada. Confundidos en un abrazo, lloré.
-¿Estas bien, Lucía?
-Sí, estoy muy bien, como nunca había estado.
-Creo que tenemos que salir del baño; han llamado varias veces a la puerta.
-¡Qué dices!
Cogí rápidamente mi blusa, mi falda... ¡Mi falda!
-¡Manuel, Manuel!
-¿Qué pasa? –me contestó mientras se abrochaba la camisa.
-¡Mi falda está descosida!
-¿Cómo que está descosida?
-¡El desgarro, Manuel! ¡Fue la falda!
-¡Ostras, Lucía!
-Y ahora, ¿qué vas a hacer?
Me coloqué la falda de tal manera que el cinturón colgase hacia delante y tapara la raja que llegaba más allá de la altura de mis muslos. Volvieron a llamar a la puerta del baño.
-¡Manuel!
-¿Qué pasa ahora?
-Mis tangas. ¡No las encuentro!
-Ni las vas a encontrar.
-¿Cómo?
-Tus tangas son mías ahora.
-¿Y qué me pongo yo?
-Nada.
-Si tú te llevas mis tangas, yo me llevo tus bóxeres. Así estamos en igualdad de condiciones.
- No lo tengas tan seguro – me respondió con una sonrisa enigmática.
- Vamos, date prisa, han vuelto a llamar a la puerta.
-¡Voy, voy! Tendré que arreglarme un poco los pelos, ¿no?
-Estas muy bien. ¡Vamos! Voy a abrir la puerta. ¿Estás preparada?
No me dio tiempo a responder a su pregunta. Me vi frente a una mujer con un carro de limpieza, de gesto enfadado y varios hombres leyendo mi cuerpo como si fuera un código de barras.
 Me sentí morir.
Manuel me cogió de la mano, como si tal cosa, hasta llegar al ascensor. ¡Oh, Dios mío, llevaba el rímel corrido! Todos se habían dado cuenta que habíamos echado un polvo en el baño. ¿Me abrían oído gemir? ¡Seguro que sí!
Cuando entramos en el salón, Manuel dijo que lo esperara unos segundos; iba a por mí bolso.
-Perdona por hacerte esperar, pero tenía que despedirme de algunos colegas. Deja que te ayude a ponerte el chaquetón, afuera hace frío.
-Gracias.
En la puerta del hotel nos volvimos a mirar y nos besamos. Me marché caminando hacia la estación de Atocha, con mis botas de tacón y el bolso ocultando el descosido de la falda.
Decidí volver en metro, y abstraerme entre las miradas anónimas de los transeúntes, mientras recordaba todo lo sucedido. Aunque me delatase la sonrisa de oreja a oreja.
Cuando llegase a casa tendría que contarle todo a Clara. Y todo significaba con pelos y señales.
¡Guau!.